Hace más de 50 años, mi vida cruzó caminos con una mujer que dejó una huella imborrable en mi corazón. Su nombre es Carmen Morales, una mujer bondadosa y trabajadora que fue mucho más que una niñera para mí: fue un pilar de cariño, cuidado y confianza en los años de mi infancia. Mi familia la llevó con nosotros desde El Salvador a la Ciudad de México, donde, entre risas y momentos cotidianos, se convirtió en parte de nosotros.
En México, Carmen encontró el amor en Pedro, un joven con una mirada seria pero un corazón noble. Recuerdo la felicidad que irradiaba cuando hablaba de él, su esposo. Lamentablemente, la vida a veces golpea con dureza, y Pedro perdió la vida en un accidente de motocicleta, dejando a Carmen con un duelo que ni puedo imaginar. En ese momento, nuestras vidas tomaron rumbos diferentes. Mi familia regresó a El Salvador, y Carmen decidió quedarse en México. Desde entonces, nunca más supe de ella.
Hoy, después de tantos años, tengo solo una cosa tangible que me conecta con Carmen y Pedro: esta fotografía. Es un retrato sencillo, en blanco y negro, tomado en 1972. No tiene marco dorado, no está hecha con la última tecnología, pero para mí, es un tesoro invaluable. Es la única prueba de que esos momentos, esas personas, realmente existieron en mi vida. Es un portal a un tiempo lleno de amor, historias y rostros que hoy vivo solo en mi memoria.
Esta fotografía me recuerda lo poderosa que puede ser una imagen. Es más que papel, es memoria viva. Es el eco de risas, el calor de abrazos, la nostalgia de lo que alguna vez fue. Me pregunto qué sería de aquellos días si no tuviera esta imagen. ¿Recordaría el rostro de Carmen con la misma nitidez? ¿Podría evocar su sonrisa o la complicidad entre ella y Pedro?
En un mundo donde tomamos cientos de fotos al día, muchas veces sin pensarlo, olvidamos el valor profundo de una sola fotografía. Una que resista al tiempo, al olvido, a la distancia. Porque cuando los años pasan, cuando las personas ya no están, una fotografía puede ser el único puente que nos une a ellas.
Hoy, 50 años después, esta imagen me impulsa a buscar a Carmen. Quiero saber si sigue viviendo en Suchitoto, El Salvador, donde alguien me dijo que podría estar. Quiero devolverle un pedazo de nuestro pasado compartido, decirle cuánto significó para mí y cómo esa fotografía ha mantenido viva su memoria.
Esta historia no es solo mía. Es la historia de todos aquellos que tienen una fotografía que guarda el alma de un momento, una persona, una vida. Es un recordatorio de que cada vez que hacemos clic en una cámara, estamos preservando un fragmento del mundo que, algún día, podría ser todo lo que quede.
Valoremos las fotografías. Hagamos que cuenten. Porque, al final, son la prueba de que amamos, vivimos y dejamos un rastro en el tiempo.