Hay recuerdos que no envejecen.
Aunque el tiempo los cubra con polvo, basta evocarlos para que vuelvan a brillar con la misma intensidad.
Este es uno de esos recuerdos.
El día en que descubrí —sin saberlo— que el arte había elegido quedarse conmigo.

🎸 Los años en que la música era refugio
Tenía entre 16 y 17 años.
Tocaba la guitarra en una banda de rock.
A veces abríamos conciertos a grupos nacionales que ya eran leyenda.
Vivíamos en medio de una guerra civil.
Las calles eran inciertas, pero la juventud tenía esa magia de insistir en la esperanza.
Las cosas no eran fáciles para nuestros padres… ni para nadie.
Aun así, vivíamos intensamente: los amores de vacaciones, los sueños imposibles, las tardes de música con los amigos, y los vientos de octubre que siempre traían un rumor de libertad.
Vimos nacer MTV, y con ella, la idea de que el arte podía transformar cualquier cosa: una canción, una mirada, una pared, un silencio.
La música era nuestro idioma secreto, el refugio donde nada podía alcanzarnos.
📷 El lenguaje de la luz
En casa, el arte era parte del aire.
Mi padre tenía esa costumbre de los sábados: llevarme en su moto al campo con su cámara colgada al cuello.
Él encuadraba el paisaje; yo observaba el silencio.
Las fotografías eran en blanco y negro, reveladas en el pequeño cuarto oscuro de él.
La espera tenía algo de fe.
Nunca sabías si la luz te había obedecido… pero el momento de descubrirlo era pura magia.
Aquello me enseñó que el arte no es capturar, sino dejar que algo se te revele.
🕯️ El taller secreto debajo de la cama
Pero el día en que me sentí artista por primera vez no fue con una cámara ni con una guitarra.
Fue en silencio.
Una noche cualquiera, mientras todos dormían.
Debajo de mi cama guardaba un pedazo de papel kraft grueso, de ese que parece tener memoria en la textura.
Ahí, sin plan ni técnica, comencé a pegar pedazos de mi mundo:
una lata de cerveza, ganchos, piedras, recortes de revistas, frases escritas a mano, corcholatas, fotos Polaroid… incluso un chicle masticado por alguna amiga.
Era un collage imposible.
Un caos hermoso.
Una conversación con lo invisible.
Cada objeto tenía su propio peso, su historia, su emoción.
Y mientras lo armaba, algo se encendió adentro:
una calma luminosa,
como si el cielo se abriera un poco
para dejarme ver mi lugar en él.
🌌 El día en que la belleza insistió
Años después, mi madre lo encontró y lo botó, pensando que era basura.
Y tal vez lo era.
Pero para mí sigue siendo mi primer tesoro perdido,
el instante en que entendí que crear es una forma de rezar sin palabras.
No era una obra, era un acto de fe.
El arte no buscaba belleza ni aprobación; solo quería existir.
Hoy, décadas después, todavía puedo sentir la textura de ese papel kraft, el olor del pegamento, el brillo de la corcholata, el pulso de esa necesidad de crear sin razón aparente.
Y cada vez que lo recuerdo, sonrío.
Porque aquel collage, desaparecido hace tantos años, sigue vivo.
Sigue hablando.
Sigue recordándome que incluso en los tiempos difíciles, la belleza insiste.
✨ Epílogo
A veces pienso que todos tenemos un “collage” escondido en algún lugar:
bajo la cama, en una caja, o en algún rincón de la memoria.
Un primer intento de decirle al mundo: “Esto soy yo.”
El mío ya no existe, pero sigue latiendo.
Y quizás por eso sigo haciendo arte:
para volver a sentir, aunque sea por un instante,
que el cielo se abre…
y la luz vuelve a mirar.
